En una Inglaterra victoriana marcada por el zumbido incansable de las máquinas y el aire pesado del progreso, Ada Byron, con apenas veinte años, se aventuró en los oscuros pasillos de una fábrica textil. Allí, los telares de Jacquard operaban con una precisión casi mágica. Guiados por tarjetas perforadas, éstos dictaban complejos patrones. El sonido constante de los engranajes llenaba el espacio como una sinfonía mecánica, mientras el vapor escapaba en pequeñas nubes que parecían susurrar secretos. No era para menos. Un hilo no visible, o mejor dicho, un hilo invisible del futuro, yacía en el ambiente.
Los ojos fascinados de Ada capturaron no solo el movimiento del telar, sino las posibilidades que escondía aquel sistema. Para otros, era una herramienta más de la revolución industrial; para ella, una puerta abierta hacia un mundo donde las máquinas podrían procesar algo más etéreo que hilos: ideas. En ese momento, en medio del rugido industrial, comenzó a gestarse una visión que trasce…
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