A finales de los años cincuenta, en laboratorios repletos de osciloscopios y válvulas incandescentes, las máquinas empezaron a hacer algo más que calcular: comenzaron a mirar. Fue el inicio de una nueva sensibilidad mecánica, una etapa en la que la inteligencia artificial aún no tenía nombre firme, pero ya intuía su propósito: reconocer patrones, leer signos, distinguir rostros.
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