Mucho antes de que la inteligencia artificial pudiera generar texto, diagnosticar enfermedades o predecir fraudes, hubo un momento en el que ni siquiera tenía nombre. Era 1952, y un joven estudiante llamado John McCarthy llegaba a los laboratorios Bell para pasar el verano. Tenía poco más de veinte años, una mente matemática inquieta y una admiración profunda por Claude Shannon, el padre de la teoría de la información, que trabajaba allí desde hacía años. McCarthy soñaba con máquinas que pudieran razonar, aprender, decidir. Pero al llegar, se topó con una realidad distinta: el mundo de la automática estaba aún anclado en sistemas electromecánicos y modelos físicos muy concretos. Su ambición era más abstracta.
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