En el verano de 1972, James Lighthill —un matemático británico de voz firme y mirada crítica— presentó un informe devastador ante el Parlamento del Reino Unido. Con voz serena, afirmó que la inteligencia artificial, después de 25 años de esfuerzos, no había cumplido sus promesas. En ninguna parte del campo, dijo, los descubrimientos realizados habían producido el impacto transformador que tanto se había anunciado.
Fue una bofetada sin estridencia. Pero resonó con fuerza.
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